Tus sienes, donde el pelo se hacía más tupido
eran el punto tierno. Para probar, un día
solté una lima entre los electrodos
de una batería de doce voltios: hizo explosión
igual que una granada. Alguien te llenó de cables.
Alguien bajó la palanca. Te arrojaron
el rayo en la cabeza.
Con sus delantales blancos, con sus caras de nada,
iban revoloteando
para ver cómo estabas, atada en tus correas,
si tenías los dientes intactos todavía.
La mano en la palanca calibrada,
sin sensación alguna a no ser por la falta
de toda sensación, bajó para buscar
algún resabio sensitivo. El miedo
era la nube que formabas
cuando esperabas los relámpagos;
vi la rama de un roble partida por el rayo;
y vos, la pierna de tu Papi. ¿Cuántos ataques
sufriste de ese dios que te arrastraba
de los pelos? Los informes
huían de regreso a las nubes. ¿Qué era lo que subía
hecho vapor? Donde los pararrayos vertían lágrimas de cobre
y el nervio se arrancó su propia piel
como una criatura chamuscada
huyendo de la bomba. Te arrojaron,
hecha un pedazo rígido de alambre retorcido
sobre el tendido eléctrico de Boston. Las luces
del Senado bajaron su tensión
cuando tu voz se zambulló hacia adentro
abriéndose camino más allá del refugio del sótano.
Emergió años más tarde,
sobreexpuesta como una placa radiográfica,
el mapa del cerebro todavía salpicado de negro
con esas cicatrices de tierra calcinada,
producto de tu huida. Y tus palabras, caras
de espaldas a la luz, que se aferraban
a sus propias entrañas.