Dio pelea. Pinchaba pedacitos de sandía con un palito chino
cuando el cuerpo hacía mucho que se había rendido a la materia.
No la culpo por eso.
Primero dejó de usar ropa interior, después de usar ropa,
su cuerpo los barrotes de la ventana, su cuerpo la puerta que se abre de golpe.
No paraba nunca.
No le critico eso.
No sabía que iba apurada hacia la muerte
cuando iba apurada, sus zancadas devoraban kilómetros
millas metros pies pulgadas sin moverse del lugar
Esperó que llegara la muerte en la selva que plantó, la selva por la que los médicos
de emergencias tuvieron que abrirse paso a machetazos la noche que los llamamos.
Le perdono eso.
En nombre de las paltas, la perdono:
pesadas frutas que caían sobre el tejado como bolas de boliche
lanzadas desde un avión, como ángeles expulsados del paraíso,
como mi corazón: así de machucado, así de herido.
Hasta casi el final,
se las disputaba cuerpo a cuerpo con las ardillas flacas de Miami:
ardillas que sólo se movían cuando ella se movía.
El ruido de la puerta era la señal para salir corriendo.
Después el cáncer le robó el aliento.
Después el cáncer le cerró la garganta.
Después moverse era una desgracia, o ni siquiera se movía.
Las ardillas, perplejas, se quedaron mirando la puerta cerrada, el jardín lleno de paltas,
esperando jugarle una carrera como siempre, hasta el final.
El final: el corazón falló y se le arrugó.
Los pulmones de terciopelo se le rasgaron.
Lloramos por eso: les echamos la culpa a tantos Winstons y Camels.
Las ceniza de su cuerpo, esas cenizas.
Por eso, al final, la perdonamos
Por eso, al final, cerramos la puerta verde de su casa al salir.
Su mundo, una bata exuberante: demasiado pesada para usarla.