Cuando me pongo a imaginar mi muerte,
estaría acostada boca arriba, y mi espíritu
se iría desprendiendo de mi cuerpo
por la piel de la panza, como una hoja de papel manteca,
y se daría vuelta y quedaría boca abajo;
como la alfombra mágica del genio, pero en forma de chica,
se pondría a volar bajo sobre la Tierra: el cielo para mí
consistiría en ser invulnerable, poder mirar
sin pausa y sin impedimentos,
suspendida en el aire; mirar, mirar, mirar,
algo no muy distinto de mi vida:
me sentiría llena de una casi indolora soledad,
contemplando la Tierra, como si contemplarla
fuera mi forma personal de tener alma. Pero entonces
divisaría a mi amado, de pie junto a una puerta
-o algo así- en el cielo: no la puerta
de las constelaciones, los pentángulos,
la corona boreal, sino más bien una puertita
en el portal del cielo,
como esas chiquititas para el gato,
del otro lado de la cual no hay nada. Y él me dice
que se tiene que ir, que ya llegó la hora.
Y si bien no me pide que me vaya
con él, a mí me da la sensación de que querría
que yo lo acompañase. Tampoco me parece que esa nada
sea una nada viviente, en donde los no-seres
harían una especie de amor ultraterreno;
se me antoja más bien que es una nada absoluta,
y que al cruzar la puerta los dos juntos
desapareceríamos. Qué hermoso
tomarme de su brazo,
apretándolo fuerte contra el pecho,
como hacen los amantes camino del altar,
y dar el paso.