S. y yo nos fumamos un porro y nos quedamos en la cama pasando el dial de la radio. Yo no entendía nada, es decir, no podía procesar lo que escuchaba, solamente observar con mis oídos las palabras que al unirse formaban un objeto visible, aunque misterioso. Escuché a un relator deportivo jordano que chillaba por un gol errado, pero no pude captar que estaba hablando en árabe. Después sintonizamos otra radio en ruso y pregunté: “¿Ruso, no?”, y S. me dijo: “No, árabe”, sin inmutarse. Yo me puse mal y le creí. Dejó un rato largo un programa en hebreo que se negó a traducir. Después vino una especie de programa de autoayuda religiosa, y la voz distorsionada del oyente que llamó le preguntaba al rabino, según S., ¿por qué la gente sólo sale a manifestarse cuando está enojada, por qué no inundamos las calles cuando llueve y expresamos masivamente nuestra gratitud por el agua? Y el rabino le dijo, Para eso rezamos.
¿Alguna vez te da la sensación de que tu cuerpo no está del todo hecho de materia sólida? Como si hubiera una actividad que el cuerpo debería hacer en relación con las superficies que toca, aunque sea para confirmar que en efecto están relacionadas, pero de alguna manera cumple con esa responsabilidad a regañadientes. Como si sospecharas que en cualquier momento te podés disolver, pero igual después no te disolvés nunca. Es difícil de explicar.
Hace dos noches, S. y yo soñamos con lo mismo, que nos íbamos de mochileros juntos. Yo soñé que estábamos en Libia, que poco a poco y sin explicación se fue transformando en Colombia. Parábamos en un hotel con habitaciones destartalada y vitrales y campos de flores silvestres ahí nomás, afuera, donde en un momento de desesperanza, yo salía a correr. S. soñó que estábamos en un micro lleno de soldados. En los dos sueños, yo lo dejaba.
“Dormimos con brújulas en nuestras manos”, dice W. S. Merwin. No sé muy bien dónde va el énfasis: si en dormimos o en brújulas. (Vos dirías: para mí que va en nuestras).
El insomnio, cuando se comparte la cama con alguien que sueña, se parece a la indefensión de soñar, si bien constituye su opuesto. Es una casi invitación a compartir los miedos o la lujuria –u otras cosas, pero sobre todo miedo y lujuria– de la otra persona, a la vez que un recordatorio de que vos no tenés, ni podrías tener, nada que ver con eso. Es algo muy solitario, casi aburrido. Se me hace un nudo en las tripas, me quedo sin palabras, de tanto amor y tanto agotamiento, cuando me acuerdo. De cómo, cuando estaba enojado, el silencio le cubría todo el cuerpo y tomaba posesión de él, como si lo poseyera; le cerraba los ojos, le enmudecía las manos y literalmente lo dormía. Nunca dormí con alguien que soñara así: balbuceaba palabras, movía las manos, pateaba. Completamente vivo, pero absolutamente interno. A veces le tenía miedo, lo envidiaba, me preguntaba si alguna vez iba a llegar a saber, con o sin palabras, quién era él de verdad. Creo que en cierta medida lo sé, al menos hasta donde es razonable decirlo, y siento su forma y su andar y su sombra y su calor del otro lado del mundo. Lo sé: pero eso, ¿no será decir que sé algo sobre la forma del mundo? ¿Y cómo será el vértigo que le espera a una persona que se para al filo de esta insistencia, y se empeña en estirar las manos?