Me encuentro con Borges. Tengo la sensación de estar frente a la literatura. O, mejor, de ver funcionar una maravillosa máquina de hacer literatura”. Ricardo Piglia escribió eso sobre el autor de “Ficciones” en uno de sus libros. Se podrían llenar tomos y tomos con ensayos sobre la literatura argentina “después de Borges...” O sobre quién es el escritor número dos, obviamente sabiendo quién ocupa el lugar de mayor privilegio.
Pero su impronta es universal y excede a los escritores argentinos. En 1996, a diez años de la muerte de Borges, la escritora estadounidense Susan Sontag le escribió esta hermosa carta en la que habla de eternidad, de humildad y de cómo, aunque ya no está, todavía seguimos aprendiendo de él. Lee la actriz Marcela Ferradás.
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Querido Borges:
Dado que siempre colocaron a su literatura bajo el signo de la eternidad, no parece demasiado extraño dirigirle una carta. (Borges, son diez años.) Si alguna vez un contemporáneo parecía destinado a la inmortalidad literaria, ese era usted.
Usted era en gran medida el producto de su tiempo, de su cultura y, sin embargo, sabía cómo trascender su tiempo, su cultura, de un modo que resulta bastante mágico. Esto tenía algo que ver con la apertura y la generosidad de su atención. Era el menos egocéntrico, el más transparente de los escritores... así como el más artístico. También tenía algo que ver con una pureza natural de espíritu. Aunque vivió entre nosotros durante un tiempo bastante prolongado, perfeccionó las prácticas de fastidio e indiferencia que también lo convirtieron en un experto viajero mental hacia otras eras. Tenía un sentido del tiempo diferente al de los demás. Las ideas comunes de pasado, presente y futuro parecían banales bajo su mirada.
A usted le gustaba decir que cada momento del tiempo contiene el pasado y el futuro, citando (según recuerdo) al poeta Browning, que escribió algo así como “el presente es el instante en el cual el futuro se derrumba en el pasado”. Eso, por supuesto, formaba parte de su modestia: su gusto por encontrar sus ideas en las ideas de otros escritores.
Esa modestia era parte de la seguridad de su presencia. Usted era un descubridor de nuevas alegrías. Un pesimismo tan profundo, tan sereno como el suyo no necesitaba ser indignante. Más bien, tenía que ser inventivo... y usted era, sobre todo, inventivo. La serenidad y la trascendencia del ser que usted encontró son, para mí, ejemplares. Usted demostró de qué manera no es necesario ser infeliz, aunque uno pueda ser completamente perspicaz y esclarecido sobre lo terrible que es todo. En alguna parte usted dijo que un escritor -delicadamente agregó: todas las personas- debe pensar que cualquier cosa que le suceda es un recurso. (Estaba hablando de su ceguera.)
Usted fue un gran recurso para otros escritores. En 1982 -es decir, cuatro años antes de morir (Borges, son diez años)- dije en una entrevista:
“Hoy no existe ningún otro escritor viviente que importe más a otros escritores que Borges. Muchos dirían que es el más grande escritor viviente... Muy pocos escritores de hoy no aprendieron de él o lo imitaron”.
Eso sigue siendo así. Todavía seguimos aprendiendo de usted. Todavía lo seguimos imitando. Usted ofreció a la gente nuevas maneras de imaginar, al mismo tiempo que proclamaba, una y otra vez, nuestra deuda con el pasado, por sobre todo con la literatura. Usted dijo que le debemos a la literatura prácticamente todo lo que somos y lo que fuimos. Si los libros desaparecen, desaparecerá la historia y también los seres humanos. Estoy segura de que tiene razón. Los libros no son sólo la suma arbitraria de nuestros sueños y de nuestra memoria. También nos dan el modelo de la auto-trascendencia. Algunos piensan que la lectura es sólo una manera de escapar: un escape del mundo diario “real” a uno imaginario, el mundo de los libros. Los libros son mucho más.