La decisión de Camilo Torres de tomar las armas y colocarse al lado de los oprimidos partió en dos la historia de la Iglesia Católica en América Latina. Fue una acción espontánea; Camilo no se puso a calcular el grado de novedad o de radicalismo que suponía su postura. Se podría decir, incluso, que cargar un fusil iba en contra de su carácter; por temperamento —y por formación— Camilo era un hombre pacífico y conciliador. Pero se mostró fiel a su más profunda convicción: de que el cristianismo bien entendido suponía la creación de una sociedad justa e igualitaria.