España. Agosto de 1939. Pasaron sólo cuatro meses desde el final de la Guerra Civil. El último parte de guerra fue firmado por el dictador Francisco Franco, que declaró así su victoria y estableció una dictadura, que duraría hasta el día de su muerte en 1975.
En ese régimen, una larga noche de muerte y dolor que duró 40 años, hubo un episodio especialmente recordado por lo cruento del odio fascista. La noche del 4 de agosto de 1939, un grupo de 13 mujeres fueron elegidas al azar entre cuatro mil. Todas hacinadas en la cárcel del barrio madrileño de Ventas. Muchas de ellas eran menores de edad. Algunas, militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas. Todas acusadas del delito de “adhesión a la rebelión”. El régimen de Franco no se conformó con meterlas presa en una cárcel con condiciones infrahumanas. Organizó un juicio sumarísimo, que antes de comenzar ya tenía condena. Las mujeres fueron trasladadas en un camión hasta la tapia del cementerio de la Almudena, alineadas frente a la pared y ejecutadas por un pelotón de fusilamiento. A partir de ese momento, la historia de esas mujeres se convirtió en leyenda, que sigue viva en libros, películas y obras de teatro. Se las llamó “Las 13 Rosas” por su juventud. Y aún hoy son un símbolo de lo más execrable del régimen franquista. Esta carta fue escrita por una de las condenadas, la pianista y costurera Blanca Brisac, la noche antes de su fusilamiento. Está dirigida a su único hijo de once años. “Voy a morir con la cabeza alta”, le dice al niño. Le manda besos postales. Y se despide hasta la eternidad.
Lee la actriz Oka Giner.
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Querido, muy querido hijo de mi alma,
En estos últimos momentos tu madre piensa en ti. Sólo pienso en mi niñito de mi corazón que es un hombre, un hombrecito, y sabrá ser todo lo digno que fueron sus padres. Perdóname, hijo mío, si alguna vez he obrado mal contigo. Olvídalo hijo, no me recuerdes así, y ya sabes que bien pesarosa estoy.
Voy a morir con la cabeza alta. Sólo por ser buena: tú mejor que nadie lo sabes, Quique mío.
Sólo te pido que seas muy bueno, muy bueno siempre. Que quieras a todos y que no guardes nunca rencor a los que dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas buenas no guardan rencor y tú tienes que ser un hombre bueno, trabajador. Sigue el ejemplo de tu papachín. ¿Verdad, hijo, que en mi última hora me lo prometes? Quédate con mi adorada Cuca y sé siempre para ella y mis hermanas un hijo. El día de mañana, vela por ellas cuando sean viejitas. Hazte el deber de velar por ellas cuando seas un hombre. No te digo más. Tu padre y yo vamos a la muerte orgullosos. No sé si tu padre habrá confesado y comulgado, pues no le veré hasta mi presencia ante el piquete. Yo sí lo he hecho.
Enrique, que no se te borre nunca el recuerdo de tus padres. Que te hagan hacer la comunión, pero bien preparado, tan bien cimentada la religión como me la enseñaron a mí. Te seguiría escribiendo hasta el mismo momento, pero tengo que despedirme de todos. Hijo, hijo, hasta la eternidad. Recibe después de una infinidad de besos el beso eterno de tu madre.
Blanca.