Rosa Luxemburgo fue una de las dirigentes marxistas más importantes de la historia. Su producción teórica aún sigue viva y pasaron cien años desde su asesinato en manos de los soldados prusianos. Pero este episodio de Epistolar habla de otra cosa. Ella también escribió algunas de las cartas de amor más apasionadas y de mayor calidad literaria de nuestra historia. Esta va dirigida a su esposo Gustav Lübeck. Es una carta llena de pasión, miedos y dudas sobre el amor. Una gema con la firma de una de las mentes más lúcidas del movimiento proletario del siglo XX. Lee la actriz Ingrid Pelicori.
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No puedo trabajar. Mi pensamiento se vuelve hacia ti constantemente. Es necesario que te escriba unas líneas. Querido mío, mi amado, en este momento no estás aquí, cerca de mí, pero toda mi alma está llena de ti, te abraza. Te parecerá extraño seguramente, hasta ridículo quizás, que te escriba esta carta cuando vivimos a diez pasos el uno del otro, cuando nos vemos tres veces por día. ¿Qué es este romanticismo de escribir cartas nocturnas al marido?
Mi amor, tú debes leer esta carta con gravedad, y con el corazón, con emoción, con esa misma emoción con la que leías mis cartas hace mucho –en Ginebra–, cuando todavía no era tu mujer. Porque la escribo con la misma emoción de entonces: como entonces, toda mi alma se arroja hacia ti, y mis ojos se llenan de lágrimas.
Mi amado, ¿sabés por qué te escribo en lugar de decirte todo esto de viva voz? Porque no puedo hablarte tan libremente de estas cosas. En estos momentos estoy tan sensible y desconfiada como una liebre. Basta un gesto de tu parte o una palabra indiferente para que mi corazón se oprima, para que mis labios se cierren. No puedo hablarte francamente si no me siento rodeada de una atmósfera cálida y confiada, pero ¡esto es tan raro ahora entre nosotros!
No me habría decidido a escribirte esta carta ahora, si no me hubiera sentido animada por ese poco de sentimiento que me demostraste al dejarme. Mi querido, mi amado, estoy segura de que lees con mirada impaciente: “¿Qué es lo que quiere, al fin de cuentas?”. ¿Es que acaso yo sé lo que quiero? Quiero amarte, quiero que reine entre nosotros esa atmósfera dulce, confiada, ideal, como era entonces. Tú me comprendes a menudo de una manera simplista. Siempre crees que gruño porque te vas o algo parecido. Y no puedes concebir que lo que me daña profundamente es que nuestra relación es para ti algo estrictamente exterior.
Siento perfectamente esa exterioridad: la siento cuando te veo, sombrío y taciturno, guardar para ti tus preocupaciones o tu pena, dándome a entender con la mirada: no es asunto tuyo, ocúpate de tus cosas; la siento cuando veo cómo, después de una pelea, rumias esas expresiones, examinas nuestras relaciones, arribas a conclusiones, tomas decisiones, te comportas conmigo de tal o cual manera, y yo me quedo afuera de todo eso y no puedo sino tentar en mi cerebro el qué y el cómo de tus pensamientos; la siento después de cada una de nuestras uniones, cuando me apartas y, encerrado en ti, te pones a trabajar.
Mi querido, mi amado, no me quejo, no quiero nada, quiero solamente que comprendas. Seguramente soy muy culpable si las relaciones entre nosotros no son calurosas y armoniosas. Pero qué puedo hacer, no sé, como, nunca logro culminar una situación, soy incapaz de sacar conclusiones, soy incapaz de atenerme contigo a una decisión determinada; a cada instante me comporto como me lo dictan mis impulsos; cuando en mi alma se acumulan mucho amor y sentimientos, me lanzo a tu cuello; cuando me hieres con tu frialdad, mi alma se desgarra y te odio; sería capaz de matarte.
¡Mi amor, sin embargo eres capaz de comprender y de analizar, siempre lo hiciste para ti y para mi en nuestras relaciones!