Liquido a mi padre,
pongo precio a las cosas
de la casa volcada en el jardín
y fragmentada
como la que los niños recortan de los libros
y sostienen pegando las aletas blancas.
(Él solía tomar fotos cuarto por cuarto
y revelarlas en la cocina
luego de cambiar la bombita común por una roja
y colocar servilletas en la claraboya
decretando el exilio para mi madre
que recostada en el sofá del living
leía distraídamente una revista
sin poder hacer nada más)
Los vecinos entran con pasos temerosos
no para comprar sino para ver lo que teníamos
y vamos a perder –por favor
no permitan que sus hijos
salten sobre los elásticos de la cama
donde uno después de otro
mi hermano y yo fuimos engendrados.
Todo, absolutamente todo
deberá ser desprendido,
hasta la vieja lata para amarettis
con su claro ojo de camarote,
el mantón de Manila, los sulfuros
y el libro de Rapunzel
de arandelas doradas.
Mi padre recoge una manta de hilo
y enjuga su cara blanda de muñeco de nieve,
parte a la bancarrota sentado en una silla
y una cámara colgando del pescuezo
mientras escucha paciente
llover mi voz en la mentirosa,
nunca olvidada adulación femenina
por el poder de su canto en la sinagoga
que hacía temblar los flecos del toldito,
cómo sobrevivió a la depresión con sus ahorros
y el día en que una mujer escondida tras el cedro
miró si en el garaje estaba su automóvil
y luego se fue a esperarlo del otro lado de la calle
desde donde él vino –dijo mi madre radiante pero herida–
“demasiado peinado”.
La expresión “demasiado peinado” lo hace sonreír
y levanta la cámara.
Comprende que ahora todo será mucho más corto
–lo único seguro es el próximo instante–,
por eso utiliza una polaroid
y dispara
a las magnolias caídas junto al tronco
arrugadas y húmedas como pañuelos de despedida.