Siempre tenía demasiado; después, demasiado poco.
Infancia: enfermedad.
Al lado de la cama tenía una campanita:
del otro lado de la campanita, mi mamá.
Enfermedad, lluvia gris. Los perros dormían. Dormían conmigo,
a los pies de la cama, y parecía que entendían
la infancia: mejor seguir inconsciente.
La lluvia salpicaba tiras grises en la ventana.
Yo, sentada en la cama con mi libro, la campanita al lado mío.
Sin escuchar ninguna voz, me volví aprendiz de una voz.
Sin ver señal alguna del espíritu, decidí
vivir en el espíritu.
La lluvia iba y venía.
Mes tras mes, en el lapso de un día,
las cosas se volvían sueños, los sueños se volvían cosas.
Después yo me curé, la campanita volvió a la alacena.
Dejó de llover. Los perros esperaban en la puerta,
jadeando por salir.
Yo me curé, después me volví adulta.
Y pasó el tiempo: era como la lluvia,
tanto, tanto, como si fuera un peso imposible de mover.
Era una nena, medio dormida.
Estaba enferma: estaba protegida.
Y vivía en el mundo del espíritu,
el mundo de la lluvia gris,
de lo perdido, de lo recordado.
Y después de repente empezó a brillar el sol.
Y pasó el tiempo, a pesar de que casi no quedaba.
Y lo percibido se volvió lo recordado;
lo recordado, lo percibido.