¿Qué pasa por la cabeza de un escritor en el momento de la creación? ¿Qué multitudes habitan en sus cuerpos? En esta carta, Gustave Flaubert le escribe a su amante Louise Colet. Ella lo acompañó de cerca en el proceso de la escandalosa novela Madame Bovary. El escritor francés está agotado, como si hubiese cogido todo el día, dice. Y no deja de maravillarse por el milagro de la escritura. Lee el actor y director Pompeyo Audivert.
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Hace falta quererte para escribirte esta noche, pues estoy agotado. Tengo un casco de hierro en el cráneo. Desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para cenar) escribo Bovary. Estoy en su polvo, de lleno, inmerso; sudamos y tenemos un nudo en la garganta. Éste es uno de los raros días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente, de cabo a rabo.
Esta tarde, a las seis, en el momento en que escribía “ataque de nervios”, estaba tan excitado, gritaba tan fuerte y sentía tan hondamente lo que experimentaba mi mujercita, que he temido sufrir uno yo mismo. Me he levantado de la mesa y he abierto la ventana para calmarme. La cabeza me daba vueltas. Ahora tengo grandes dolores en la espalda, en las rodillas y en la cabeza.
Estoy como un hombre que ha cogido demasiado (perdón por la expresión), es decir, en una especie de agotamiento lleno de embriaguez. Y ya que estoy en el amor, es justo que no me duerma sin enviarte una caricia, un beso y todos los pensamientos que me quedan. ¿Saldrá bien? No lo sé (me estoy dando algo de prisa, para mostrar a Bouilhet un conjunto, cuando venga). Lo que es seguro es que desde hace ocho días esto avanza rápido. Que siga así, pues estoy cansado de mis lentitudes.
¡Pero temo el despertar, las desilusiones de las páginas copiadas de nuevo! No importa; bien o mal, es algo delicioso el escribir, el no ser ya uno mismo, sino el circular en medio de toda la creación de la que uno habla. Hoy por ejemplo, hombre y mujer simultáneamente, amante y querida a la vez, me he paseado a caballo por un bosque en una tarde de otoño, bajo hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entrecerrarse sus párpados anegados de amor.
¿Es orgullo o piedad, es el necio desbordamiento de una satisfacción exagerada de sí mismo, o bien un instinto vago y religioso? Pero cuando rumio estos goces, después de haberlos experimentado, me sentiría tentado de elevar una plegaria de agradecimiento a Dios, si supiera que puede oírme. ¡Bendito seas por no haberme hecho nacer vendedor de algodón, autor de vodeviles, hombre ingenioso o algo por el estilo!”.