[…] todo estaba por hacerse. Hasta el momento, dominaba el individualismo romántico, el culto a la personalidad del divo o la diva, no siempre de sobresalientes méritos; el espectáculo, con todo su atuendo, inclusive el texto y hasta la conformación arquitectónica del escenario, estaba condicionado al lucimiento del primer actor o de la primera dama del reparto, lo que, naturalmente, desvirtuaba, si no malograba, la esencia de la obra2.
Hacia 1940, varios jóvenes universitarios, liderados por Pedro de la Barra, deciden cambiar esta situación. La presencia de la española Margarita Xirgu en Santiago, con sus montajes de García Lorca, ha dejado profunda huella en estos aficionados. Todos intuyen cuánto puede decirle al país «otro» teatro que todavía no existe.