Soledad Puértolas

El tiempo pasa. El tiempo concluye. El tiempo se lo lleva todo al otro lado, las penas y las alegrías. Da igual si no vuelve nunca. No es terrible que el tiempo desaparezca.

Parecerá mentira, pero es más sencillo conocer los procesos de la mente y del corazón, aun si se trata de mentes y corazones que no son el nuestro, que describir la pasión o la indiferencia de los cuerpos cuando se enfrentan entre sí e intuyen que ha llegado el momento de dar el extraño paso de disolverse el uno en el otro, de formar, por unos instantes, un solo cuerpo.

No se sufre en vano. No hay ser humano que se libre del dolor. A todos nos espera la muerte.

Las pequeñas derrotas son inevitables. Sobreponerse a ellas refuerza el ánimo.

A los cafés también se acude para estar solo. Rodeado de gente, pero solo.

Por mucho que no se quiera reflexionar sobre el tiempo, el otro tiempo, el que corre y se escapa, el que nos va quitando cosas, el que siempre queda atrás, el otoño nos empuja a hacerlo.

En eso consistía la vejez, se dijo. En seguir haciendo la vida de siempre pero de otra manera. Con esa desgana interior, con esa vacilación.

Pero el tiempo, en todos los casos, puede esfumarse de golpe. Cuando ya todo el mundo cree que va a durar eternamente, llega a su término. Pero, en nuestra mente, en nuestra imaginación, puede seguir hasta el infinito.

La vida, tal como era, le parecía suficiente. Si quieres amar, ama. Si el vaivén amoroso te cansa, descansa. Haz amigos, haz tu trabajo tan bien como puedas, disfruta del paisaje y de las comodidades que ofrecen las casas.