Jonathan Haidt

el jinete actúa como el portavoz del elefante, a pesar de que no necesariamente sabe lo que el elefante está pensando realmente.

La generación que llegó a la pubertad alrededor de 2009 desarrolló su autopercepción en el marco de cambios tecnológicos y culturales profundos, como el uso extendido de los smartphones y de unas redes sociales adictivas. Como consecuencia de ello, les ha tocado crecer en una especie de mundo virtual sin interacciones con personas de carne y hueso; y mientras los adultos comenzaron a sobreproteger a esos niños en la vida real, los dejaron involuntariamente desamparados en el brutal universo online.

Al margen del patrón o la gravedad de sus historias, lo que tienen en común los padres es que se sienten atrapados o impotentes. La mayoría no quieren que sus hijos tengan una infancia basada en el teléfono, pero en cierto modo el mundo se ha reconfigurado a sí mismo para que cualquier padre que se resista esté condenando a sus hijos al aislamiento social.

La gente no se deprime cuando se enfrenta a amenazas; se deprime cuando se siente aislada, sola o inútil.

Las interacciones sincrónicas, cara a cara y físicas y los rituales son una parte profunda, antigua e infravalorada de la evolución humana. Los adultos las disfrutan, y los niños las necesitan para su desarrollo sano. Sin embargo, las principales redes sociales han arrastrado a los niños a pasar infinitas horas de interacción asincrónica, que pueden parecerse más a un trabajo que a un juego.

¿qué ocurre con los niños estadounidenses que, por lo general, tienen su primer smartphone a los 11 años, más o menos, y después se socializan en las culturas de Instagram, TikTok, los videojuegos y la vida online durante el resto de su adolescencia? La introducción secuencial de las experiencias adecuadas para cada edad, adaptadas a los períodos sensibles y compartidas con sus pares, había sido la norma en los tiempos de la infancia basada en el juego. Pero, en una infancia basada en el teléfono, los niños se sumergen en un torbellino de contenido adulto y experiencias que les llegan sin orden ni concierto. La identidad, la personalidad, las emociones y las relaciones serán diferentes si se desarrollan online, en vez de en la vida real. Lo que se recompensa o penaliza, la profundidad de las amistades y, sobre todo, lo que es deseable será determinado por miles de publicaciones, comentarios y valoraciones que los niños ven cada semana. Cualquier niño o niña que use de forma intensiva las redes sociales durante su período sensible se moldeará en función de las culturas de esos sitios. Quizá esto explique por qué los resultados de la generación Z relativos a la salud mental son mucho peores que en el caso de los millennials: la generación Z fue la primera generación que pasó la pubertad y el período sensible para el aprendizaje cultural metida en sus smartphones.

El juego libre es igual de esencial para desarrollar habilidades sociales, como la resolución de conflictos, que para desarrollar las habilidades físicas. Pero las infancias basadas en el juego fueron sustituidas por las basadas en el teléfono a medida que los niños y adolescentes trasladaron su vida social y su tiempo de ocio a los dispositivos con conexión a internet.

Los niños nacen con dos programas de aprendizaje innatos que los ayudan a adquirir la cultura de su entorno. El sesgo de conformidad los motiva para imitar lo que parezca ser lo más común. El sesgo de prestigio los motiva a imitar a quien parezca ser el más dotado y prestigioso. Las redes sociales, diseñadas para el engagement, interceptan el aprendizaje social y ahogan la cultura de la familia de cada persona y su comunidad, mientras que fija la mirada de los niños en influencers de dudoso valor.

estamos sobreprotegiendo a nuestros hijos en el mundo real mientras que los infraprotegemos online. Si de verdad queremos proteger a nuestros hijos, debemos retrasar su entrada en el mundo virtual y mandarlos a jugar al mundo real.

El juego al aire libre sin supervisión enseña a los niños cómo gestionar los riesgos y adversidades de muchos tipos. Al fomentar la competencia física, psicológica y social, instila en los niños la confianza de que podrán afrontar nuevas situaciones, lo que equivale a vacunarse contra la ansiedad.