Me soltó el sermón sonriendo serenamente, dándome palmaditas en el hombro como un psiquiatra que intentase apaciguar a un paciente violento.
No muchos días más tarde, estaba escribiendo una etiqueta para un tarro de pomada vesicante cuando Siegfried entró en la sala como una exhalación. Debió de abrir la puerta de una patada, porque rebotó de mala manera contra el tope de goma y de vuelta poco faltó para que le diese en la cara. Se abalanzó a la carrera hasta donde estaba sentado y empezó a aporrear el escritorio. Venía acalorado y con la mirada desencajada.