Sofía Segovia

Diles que caminen por la sombra. Que escuchen con los ojos, que vean con la piel y que sientan con los oídos, porque la vida nos habla a todos y sólo debemos saber y querer escucharla, verla, sentirla.

de repente sientes que te invade el dolor más grande de tu vida, uno que se debe dejar salir o morir.

todas esas miradas intensas de amor que había ido ahorrando para gastarlas en épocas mejores, por falta de tiempo, por falta de energía, por sumirse en la rutina y rendirse ante las preocupaciones.

él me había dicho que el arma era para usarse exclusivamente cuando saliera con él.

la misma terca energía que, cuando niño, me movía a insistir e insistir hasta lograr lo que me proponía, la invertí en el rencor que nació al sentirme abandonado.

Sin darme cuenta, en ese baúl donde viajaron mis pertenencias y que yo siempre creí medio vacío, en ese baúl que era yo, había empacado todos los recuerdos que me pertenecían. Todos. Completos.

Porque mi papá tenía razón aquella vez en que tomó un plumero como arma: las casas mueren cuando no se alimentan de la energía de sus dueños.

Disfruté muchísimo todo el paquete de lo que hoy, en retrospectiva, puedo ver que es mi vida: lo mucho de bueno y lo no tanto de malo —vejez incluida, porque no la habría si no hubiera existido juventud—. Soy lo que soy por lo vivido.

vejez incluida, porque no la habría si no hubiera existido juventud—. Soy lo que soy por lo vivido.

Lo hicieron por Simonopio, pero las abejas, en enjambre, murieron por salvar mi vida y por vengar a mi padre y a la tierra manchada de la sangre de su dueño.