Encarna Castejón

Y lo que oyes en mi voz es el desprecio que siento por tus esfuerzos para que te acepten en un mundo que no te aceptará nunca.

Quería comunicarlo. No veía cómo. No encontraba las palabras adecuadas. No venían. La frase no se formaba. La intención estaba ahí. Se hacía trizas contra un vacío. Cerré el paréntesis, esperando que se volviese a abrir.

No tenía la mente en blanco. Vigilaba. Tenía una función. La vigilancia. Una vigilancia de todos los instantes. Cercana. Enfocada en el movimiento.

Hablar. Romper el silencio. Para eso, había que ver las cosas. Saberlas. Hacer que existieran en la mente. Representárselas. Apoyar las imágenes. Vivir con ellas. Encontrar las palabras que les correspondían. Expresarlas.

Sentí un chorro de fuego que subía por mi garganta. Me dije: «Ah. Esto es el odio.»

–El tono de Chabrol. El tono de la burguesía que lo encaja todo. Bueno. Gracias. Control de clase.

Bueno... Vivir... Vivir las cosas... ¿Las vivimos? ¿Estamos ahí? Sí, estamos ahí. Preferiríamos no estar. Pero estamos. En realidad, no es vivir. No son cosas que se viven. No realmente. Asistimos a ellas. Miramos.

La palabra incesto me vino de inmediato a la cabeza. Pensé: «¿Qué? ¿Me está pasando esto? ¿¡A mí!?»

Me sentía abrumada por la abundancia de información. Empezaba a dudar de mi talento para los idiomas, y a mirar con ironía mis ambiciones y a mí misma.

Un estuche para peines de imitación cuero que se podía deslizar en el bolsillo de una chaqueta. Porque a él le gustaba ir bien vestido y perfumarse, y yo no me atreví a enviárselo a mi padre.