La vertiente exterior del fenómeno místico, la visible, sí puede ser objeto de observación y análisis. La interior, la no visible, por ser subjetiva e irrepetible, escapa por completo a la observación y al análisis. Como en otros estados internos, y quizás más aún en el caso que nos ocupa, podemos limitarnos a estudiar su dimensión exterior (qué decían los místicos, qué se supone que sentían, qué cosas les pasaban, qué tenían en común y qué de distintivo…). Pero, evidentemente, este modo de acercamiento correría siempre el peligro de favorecer un reduccionismo simplificador, así como de limitarnos a los aspectos más anecdóticos del fenómeno.
Entonces, ¿cómo afrontar ese lado interno esencial al fenómeno? De hecho nos encontramos con una problemática análoga a la que afrontaba san Agustín a propósito del tiempo: «¿Qué es, pues, el tiempo?», se preguntaba. «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé»2. Algo análogo es lo que sucede con todo aspecto de la subjetividad: el amor, la compasión, la inspiración artística, la propia consciencia… La esencia intangible de esos estados solo puede entenderla quien los ha experimentado. Quien no ha amado no tiene idea de qué cosa sea el amor, del mismo modo que un ciego no puede imaginarse qué sea eso de ver. Y si esto es así, tanto más lo será en el caso de la experiencia mística, en la que, en sus estados más elevados y paradigmáticos, son pocos los que están y pueden dar alguna cuenta de ello.