Quien se propone describir o representar algo visualmente, choca de forma inevitable con los límites del lenguaje y la imagen, las herramientas de las que dispone para «captar» cosas, que, por definición, son mudables e inaprehensibles. Y esa constatación también alimenta la melancolía, porque tomamos conciencia de que nunca podremos asir el carácter único y específico del mar que se extiende ante nosotros