Lo que distingue al enfoque junguiano de cualquier otra visión psicológica es la idea de que existen dos centros de la personalidad, el ego –que constituye el centro de la conciencia– y el Yo –el centro de la personalidad global (que incluye la conciencia, el inconsciente y el ego). El Yo es, al mismo tiempo, la Totalidad y el centro mientras que el ego es un pequeño círculo excéntrico contenido dentro de la totalidad. También podríamos decir que el ego es el centro menor de la personalidad y que el Yo, en cambio, es su centro mayor.
En los sueños podemos advertir más claramente esta relación. En nuestra vida vigílica el ego es como el Sol que todo lo ilumina pero que también eclipsa las estrellas. No terminamos de darnos cuenta de que nosotros no somos los creadores de los contenidos del ego consciente sino que éstos surgen de otro lugar sin participación consciente de nuestra parte. El ego prefiere creer que es el artífice de todos nuestros pensamientos pero, aunque no nos percatemos de ello, continuamente nos hallamos bajo la influencia del inconsciente. En nuestros sueños todo cambia con la aparición del ego onírico. Cuando recordamos un sueño automáticamente lo identificamos con el ego onírico, nos referimos a él como «yo» y decimos «tropecé con un oso, luché con él y luego apareció una bailarina», por ejemplo. Pero la diferencia es que el ego onírico sabe cosas que desconoce el ego vigílico. Podemos, por ejemplo, recordar que durante el sueño hemos estado corriendo e ignorar, sin embargo, algo que nuestro ego onírico conoce muy bien: el motivo de nuestra huida.
Y lo que es más importante todavía, el ego onírico nunca es más significativo que cualquier otra de las imágenes que pueblan nuestro sueño. Cuando el sol se pone se manifiesta un dominio invisible en nuestra vida vigílica, aparecen las estrellas y descubrimos que no somos más que una estrella de entre las muchas que brillan en el estrellado firmamento de nuestra alma.