Gabriela Podestá

No sé cuánto dura la felicidad, pero para mí es como volar despacio, despacito.

A mi abuela yo le cuento todo y ella a mí. Por eso me gusta ir a visitarla.

Mi abuela piensa que todo lo que yo digo es muy interesante

e ofrecieron un trabajo en un país lleno de monos y serpientes venenosas, de leopardos y tigres blancos. Mi papá, para mí, es investigador. Desde hace años estudia a los macacos africanos. Es un trabajo importante y muy interesante

Mi familia, tengo que decirlo, es como todas las demás, excepto por una cosa, somos puras mujeres: mi mamá, su pequeña bolita, la abuela Victoria y yo. Y si contamos a la gata Trencha, a mi perra Chueca y a Carolina, la perra de la abuela, sumamos siete. Y eso que a las cabras no las incluyo.

—Si alguien quiere abrir mi caja de secretos, te haces el muerto. Y que la historia no aparezca, le dices a Miraní que se esfume.

—¿Y por qué todavía no se las dan? –le preguntó Tobías.

—Eso es “un secreto” –

—¿Y por qué todavía no se las dan? –le preguntó Tobías.

—Eso es “un secreto” –

Yo NO podía decirle nada. Los secretos no se cuentan, se guardan

—¿Y tu caja?

—En su escondite.

—¿Ya no la cargas?

—No. Creo que estoy empezando a crecer –quién sabe por qué dije eso, pero así fue.

Cuando llegamos subí corriendo a mi habitación, abracé a Liam Ria y le dije:

—Ha llegado el momento.

Abrí mi caja de secretos. Allí estaba la carta de mi papá, amarrada con el lazo dorado que me había dado mi abuela Victoria.