De consiguiente, después de sostener consigo mismo una lucha más fuerte que las que ya había sostenido, se cubrió el rostro con el capote y apresuró el paso sin darse por entendido que la había visto, dejando á la pobre muchacha que interpretase su rudeza como quisiera. Ella escudriñó su conciencia, llena de pequeñas acciones inocentes, y la infeliz se reprochó mil faltas imaginarias, y al día siguiente estuvo desempeñando sus quehaceres domésticos toda cabizbaja y con ojos llorosos.