Una sensación real de que existía un sentido en el sufrimiento, más allá de lo que yo podía percibir en ese momento de mi vida. Yo no sabía dónde se encontraba, como tampoco sabía en qué consistían esa misión y esa luz que Frodo escondía en el pecho. Menos aún podía imaginar quién me había enviado ese libro de tapas azules, ese cofre lleno de tesoros. Un cofre bellísimo, sí. Pero no tan bello como las joyas que contenía. Porque el cofre contenía el anuncio de la salvación y era Dios mismo quien me lo había enviado, en medio de la tormenta, en la hora de la necesidad, para no dejarme sucumbir a la desesperación. Dios me había enviado ese libro para que no me volviera loco. Aunque yo no lo sabía todavía