Wurtzel_ Elizabeth

el Talmud señalaba con sabiduría: «No vemos las cosas como son. Las vemos como nosotros somos.»

Eso es todo lo que quiero en esta vida: que este dolor obedezca a un propósito.

Hace poco leí que el tratamiento de la depresión cuesta en Estados Unidos cerca de cuatro millones y medio de dólares sólo por la productividad que se pierde y por las faltas de asistencia al trabajo. Dicho de otro modo, la depresión es un enorme despilfarro de tiempo y de dinero.

El sexo rápido y barato no tiene ningún encanto. Mi cuerpo y mi mente son demasiado complejos para eso.

Con esto no pretendo decir que debiéramos negar a la tristeza el lugar que ocupa por derecho propio entre las musas de la poesía y del arte, pero sí que ya vale de llamarlo locura. Llamémoslo depresión y reconozcamos que se trata de algo desolador.

Hablo en un tono monótono, me oigo como si estuviera a una inmensa distancia. Sé que la persona que está tendida en mi cama está tan deshecha que está pidiendo a gritos que le apliquen una terapia electroconvulsiva,

Soy prácticamente todo lo que tiene, y ahora mismo estoy en un estado lamentable.

Me juré que la idea de que alguna vez pudiera llegar a perdonarle, de que pudiéramos estar de nuevo unidos, no era más que un sueño, como aquel otro de que cuando estuviese en Harvard todo iba a ser perfecto.

Ésa era la sensación que tenía; el estruendo de la ira que había generado por mi parte era mucho peor ahora que los problemas estaban, presuntamente, enterrados en el pasado.

Quería ser más madura, más razonable, tener un gran corazón capaz de perdonar, de contener aquella rabia y de reservar aún espacio para el amor afectuoso y generoso, pero no estaba a mi alcance.