dedos se despliegan. Y, sin prisa pero sin pausa, me doy cuenta de por qué está tan horrorizada de que sea un caballero y las levante...
Bragas.
Miro fijamente el trozo de tela negra que tengo en la mano, y es como si todo a nuestro alrededor se volviera borroso. Mis ojos se disparan hacia los suyos, muy abiertos y verdes. Tantos tonos. Un mosaico.
No soy conocido por sonreír, pero las comisuras de mis labios se crispan.
―Se, um, se le cayeron las bragas, señora.