—Es claro –dije yo entonces– que tú, mi querido Rafael, no ambicionas ni riqueza ni poder. En verdad, a un hombre de tus miras no lo venero y estimo yo menos que al más poderoso de todos los hombres. Mas estoy plenamente persuadido de que cumplirías una obra digna de ti y de este espíritu tuyo tan generoso, una obra verdaderamente digna de un filósofo, si te decidieras a poner tu ingenio y tu industria al servicio de los asuntos públicos, aunque ello te suponga algún detrimento personal. Y nunca harías esto con tanto provecho como siendo consejero de algún príncipe al que dieras nobles y honrados avisos (como estoy seguro de que harías). Es del príncipe, en efecto, de quien, como de un hontanar perenne, fluye al pueblo entero el caudal de todos los bienes y males. Y tú tienes una ciencia tan absoluta que, aun sin una experiencia muy consumada, resultarías un excelente consejero para cualquier príncipe, y una pericia tal que lo serías también sin ciencia alguna.