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Georges Bernanos

  • juan diego esquivias padillahas quotedlast year
    La Iglesia es para Bernanos el hogar de esa amistad que no está sometida a gustos ni estados de ánimo, que se funda en el amor a la verdad del otro, esto es, a su destino.
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    Una frase ¡ay! comienza a divulgarse por los presbiterios, una de esas horribles frases llamadas «de soldado» y que, no sé cómo ni por qué, parecieron graciosas a nuestros antecesores, pero que los muchachos de mi edad hallan tan feas y tan tristes. (Es además sorprendente que el argot de las trincheras haya logrado expresar tantas ideas sórdidas en imágenes lúgubres... ¿Pero era realmente el argot de las trincheras?...). Se repite de muy buena gana que «no hay que tratar de entender». ¡Dios santo! ¡Si estamos aquí justamente para eso!
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    Los monjes son incomparables maestros de la vida interior, nadie duda de ello, pero la mayor parte de aquellos famosos rasgos eran como los vinos del terruño, que tienen que consumirse en el mismo lugar. No soportan el traslado.
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    Se habrá usted dado cuenta de que los santos, los verdaderos, mostraban bastante embarazo a su regreso. Una vez sorprendidos en sus equilibrios, comenzaban por suplicar que se guardara el secreto: «No habléis a nadie de lo que habéis visto...». Sentían cierta vergüenza, ¿comprende?, vergüenza de ser los niños mimados del Padre, de haber bebido la copa de la beatitud antes que nadie. ¿Y por qué? Por nada. Por favor. ¡Esas clases de gracia...! El primer movimiento del alma es evitarlas.
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    La desgraciada se pasaba las noches en vela entre su cubo y su gamuza, echando agua con tanta afición que el musgo comenzaba a manchar las columnas y la hierba a crecer entre las junturas de los ladrillos. No había manera de convencer a la pobre hermana. De haberla escuchado, habría echado a todo el mundo de la iglesia para que el buen Dios estuviera en un lugar limpio. «Me arruinará usted con tantas pociones», le dije un día, pues su tos era muy fuerte. Pero la pobre vieja no quiso escucharme y tuvo que meterse finalmente en la cama, con un ataque de reumatismo articular. El corazón le falló y ¡paf!, nuestra hermana no tardó en comparecer ante san Pedro. En cierto sentido fue una mártir; no puede decirse lo contrario. Su equivocación no fue combatir la suciedad, sino haber querido aniquilarla, como si fuera posible semejante cosa
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    Su alegría no me pareció falsa, ni siquiera afectada, pues creo que debía de proceder de su naturaleza y era su propia alma la que estaba siempre alegre. Pero su mirada no acertaba a ponerse siempre de acuerdo con ella.
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    La Iglesia tiene los nervios sólidos y el pecado no la atemoriza, sino todo lo contrario. Lo contempla frente a frente, tranquilamente, e incluso, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor, lo toma sobre sí. Cuando un buen obrero trabaja convenientemente los seis días de la semana, puede perdonársele una francachela el sábado por la noche. Voy a definirle un pueblo cristiano previniendo su réplica contraria. Lo opuesto de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete que la definición tiene muy poco de teología. De acuerdo, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en una mísera media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles alegría... E incluso si se supieran de memoria el catecismo del concilio de Trento, no estarían probablemente más alegres...
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    Los monjes sufren por las almas. Nosotros, en cambio sufrimos con ellas
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    Pero desgraciadamente, nuestra sociedad está conformada de una manera que la felicidad parece siempre sospechosa
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    Nuestro Señor, al desposarse con la pobreza, elevó al pobre a tal dignidad, que no podrá bajar ya de su pedestal. Le dio con ello un antepasado... ¡y qué antepasado! Un nombre... ¡y qué nombre!
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