Era un muchacho grande, macizo, con un cuerpo suave y blando cuyas medidas eran ya las de un adulto y cuya carne la de un niño asustado. Su habitación, que en realidad no había ocupado durante los años en que estuvo interno, seguía siendo un cuarto infantil. Habría de serlo hasta el día, veintidós años más tarde, en que mató allí a su padre.