El comercio era aquello contra lo que se rebelaron los dadaístas de comienzos del siglo XX, con sus diatribas glosolálicas y sus collages hechos de periódicos, basura y revistas. Escapando de la Primera Guerra Mundial en el Cabaret Voltaire de Zúrich, Hugo Ball, Emmy Hennings, Sophie Tauber y Hans Arp se sentían horrorizados por la mercantilización del “objeto” en el gran arte europeo y la mercantilización militar de la vida humana. Pero como Lenin (que a veces pasaba por el Cabaret para jugar al ajedrez) les debió decir, los anti objetos dadaístas se transformarían finalmente en tesoros artísticos mercantilizados: coleccionados, negociados, vendidos y comprados. El mundo del arte refleja el mundo que lo contiene antes que proporcionar una alternativa a este (Jeremy Gilbert-Rolfe, Beauty and the Contemporary Sublime, 1999). El comercio definió el movimiento del expresionismo abstracto de la década de 1950, y el pop art fue tan divertido, una década después, porque muchas personas glamurosas e interesantes lo compraron. Después de un breve periodo en el arte povera y el arte procesual, durante los setenta, el comercio volvió estruendosamente con “el regreso de la pintura” en los ochenta, y nunca más se volvió a ir.