Carlos Pérez Crespo

En primer lugar, es considerado por muchos el «discípulo estrella» o el más importante estudiante del polémico jurista Carl Schmitt (1888-1985)5, con quien tuvo una amistad de décadas, además de compartir intereses académicos que desarrollaron en conjunto en el Seminario de Ebrach en la década de los sesenta6.

Según su interpretación, estarían aquellos que han afirmado que el Diktum debe interpretarse como la necesidad de «rellenar» de contenido religioso o cristiano la fundamentación del Estado liberal, puesto que los procedimientos de legitimidad y legalidad racional-secular no serían suficientes para darle estabilidad20.

De este modo, el autor desarrolla una lectura histórico-intelectual para definir el Estado no solo como un aparato de «organización del poder» (Herrschaftsordnung), es decir, no reducido a simple órgano con el monopolio legítimo de la violencia (Gewaltmonopol), o a la fórmula schmittiana-hobbesiana del protego ergo obligo como cogito ergo sum del Estado, sino, principalmente, como un «orden de la libertad» (Freiheitsordnung) que se produjo en el proceso de secularización en Occidente.

Böckenförde se aleja de la visión teológico-política decisionista de Schmitt sobre Joseph de Maistre y Juan Donoso Cortés23, para más bien acercarse a una interpretación liberal-constitucional de las filosofías políticas de Rousseau y Hegel.

Del mismo modo, Böckenförde recupera de Hegel la visión de la religión como el elemento cardinal del Estado, puesto que este le proporciona su ethos y telos: la libertad25.

Böckenförde está convencido de que sin una comprensión secular del Estado, es decir, de una visión de la religión liberada de la política, no sería posible un compromiso de los ciudadanos con las leyes, la Constitución y el Estado.

Cuando se habla de la secularización en relación con el surgimiento del Estado, se suele pensar en la denominada declaración de neutralidad con respecto a la cuestión de la verdad religiosa, que fue expresada y ejecutada por muchos estadistas y pensadores políticos con la finalidad de encontrar, en vista de las interminables guerras civiles confesionales que sacudieron a Europa entre los siglos XVI y XVII, un nuevo fundamento y una nueva universalidad para el orden político que esté más allá y que sea independiente de una u otra religión en particular.

La secularización en el plano de los principios, que hizo posible la separación de la religión y la política enunciada por L’Hôpital, y que al mismo tiempo la elevó a una continuidad histórica, es muy anterior. Esta debe buscarse en la querella de las investiduras (1057-1122), es decir, en ese enfrentamiento político-espiritual entre los partidos papal e imperial que se desarrolló, con extrema decisión, en torno al tipo de ordenación de la cristiandad occidental.

El orden antiguo no fue determinado en términos «cristianos» solo en el sentido de que el cristianismo era la base reconocida del orden político, sino que este orden, en sí mismo, es decir, en su sustancia, fue forjado en sentido sagrado y religioso. Era un orden sagrado que abarcaba todos los ámbitos de la vida y no existían aún las divisiones entre «espiritual» y «secular», entre «Iglesia» y «Estado»8.

El «Imperio» no se mantenía vivo por su herencia imperial romana, sino por la teología de la historia cristiana y de la espera del fin de los tiempos: era el Imperio del populus christianus, forma fenoménica de la ecclesia (Erscheinungsform der Ecclesia), y como tal, estaba plenamente involucrado en la tarea de realizar el regnum Dei en la tierra y en repeler el ataque del mal en el periodo presente (katechón)9.