Lo que se veía por encima de la tierra no era una rama; era una mano. Habían enterrado el cuerpo en posición vertical amontonando la tierra hasta el antebrazo, de forma que la mano asomaba desde la muñeca. Miró el dedo anular; habían rebanado la carne y puesto en su lugar, sobre el hueso sanguinolento y descarnado, un anillo de mujer con un diamante engarzado.
Sachs se puso de rodillas y empezó a escarbar.
Conforme apartaba la tierra con las manos al modo de un perro, se dio cuenta de que los dedos sin cortar estaban torcidos, contraídos más allá de lo que normalmente podían doblarse, lo que le hizo pensar que la víctima estaba viva cuando le arrojaron la última paletada de tierra sobre la cara. Y quizás todavía seguía viva.