Al igual que los aventureros activos, los pasivos no suelen morir de viejos.
No oirán el tintineo de las cadenas que el viento de alta mar agita, ni olerán el supremo aroma a yodo que despide la corbata de cáñamo; no verán iluminada por el sol la rueda donde han de descoyuntarles los miembros; las miras de los fusiles que apuntan al pecho no atestiguarán la dignidad de su actitud postrera: los aventureros pasivos mueren, como tanta gente, en su cama, en la vía pública o en el hospital.