de cómo se sentaba Frank en el bosque a la espera de los furtivos, tan inmóvil que las libélulas se le posaban en la nariz y los mosquitos se paseaban por sus ojos. Nadie sabía de dónde provenía, pero Kirxy había oído que de bebé quedó huérfano en un incendio y que una mujer cajún lo encontró medio muerto de hambre en el pantano. Lo crió en las orillas resbalosas de arcilla roja del río Tombigbee, entre negros famélicos que se dedicaban a la caza furtiva y a la destilación ilegal. La gente decía que ni siquiera él mismo sabía la edad que tenía. Y que fue el mejor cazador furtivo de todos los tiempos, el más astuto, el más despiadado. Que una noche en un antro le cortó la garganta a un leñador borracho en una pelea a cuchillo. Que huyó al sur y, aun siendo menor, se alistó en los marines en Mobile y acabó en Corea, en la infantería, donde por su puntería y su sigilo lo utilizaron de francotirador. Antes de abandonar aquel país contaba con más de cien muertes a su espalda, comunistas del otro lado del mundo que jamás lo vieron venir.
De vuelta en Alabama estuvo varios años desaparecido, luego se presentó un buen día en la oficina del guarda forestal solicitando un trabajo. Hay quien asegura que en aquel intervalo encontró la fe.
–¿Y por qué crees que tendría que contratarte? –le preguntó el jefe de los guardas forestales.
–Porque llevo diez años dedicándome a la caza furtiva delante de sus putas narices –le respondió Frank David.