El miedo impacta como un rayo y todo se me contrae con lo que veo. Demasiada oxitocina, demasiados vacíos y un escenario que me deja mudo con ella ahí, tendida en el piso, siendo sacudida por los espasmos que avasallan su cuerpo. Los ojos se le van hacia atrás y la espuma emerge de su boca. No me muevo, no respiro, el shock nubla todo mis sentidos.
—¡Hijo! —oigo la voz del hombre que me trajo e intenta socorrerla—. Hay que…
Me abalanzo sobre ella y la coloco de lado en lo que tomo las debidas medidas; el momento me hunde, oigo los latidos de mi propio corazón y siento que no puedo respirar, porque todo es como un golpe seco en el estómago, en la sien…, no sé dónde, pero me cuesta conseguir el paso del aire.
—Ya va a pasar. —El anciano pone la mano en mi hombro, en lo que lidio con el desespero que se extiende y me pone a vivir los peores segundos de mi vida.
Me aferro a la tela de la sudadera que Rachel carga y cierro los ojos a la espera de que pase, de que este maldito momento lleno de pánico se disperse. La convulsión cesa poco a poco, su cuerpo deja de sacudirse, queda inconsciente y la alzo en brazos trayéndola conmigo. Los que estaban adentro desaparecieron y los pocos drogadictos que quedan están inconscientes en el piso.
En medio del aguacero me apresuro al auto; el anciano me quita las llaves en el camino y corre a abrirme la puerta.
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