Percy trató de pensar. Lo normal era dividirse, luchar contra los gigantes uno contra otro, pero ese método no había dado resultado la última vez. Cayó en la cuenta de que necesitaban otra estrategia.
Durante todo aquel viaje, Percy se había sentido responsable de guiar y proteger a sus amigos. Estaba seguro de que Jason se sentía igual. Habían trabajado en pequeños grupos con la esperanza de correr menos peligro. Habían luchado de forma individual; cada semidiós había hecho lo que mejor se le daba. Pero Hera los había convertido en miembros de un grupo de siete por un motivo. Las pocas veces que Percy y Jason habían colaborado —invocando la tormenta en el fuerte Sumter, ayudando al Argo II a escapar de las Columnas de Hércules o llenando el ninfeo—, Percy se había sentido más seguro, más capaz de resolver problemas, como si durante toda su vida hubiera sido un cíclope y de repente se hubiera despertado con dos ojos.
—Atacaremos juntos —dijo—. Primero a Oto, que es el más débil. Lo eliminaremos rápido y pasaremos a Efialtes. Bronce y oro juntos; tal vez así tarden un poco más en volver a formarse.
Jason sonrió irónicamente, como si acabara de descubrir que moriría de una forma vergonzosa.
—¿Por qué no? —dijo—. Pero Efialtes no se quedará quieto esperando a que matemos a su hermano. A menos…
—Que haya mucho viento —propuso Percy—. Y debajo de la palestra hay tuberías de agua.
Jason lo entendió enseguida. Se rió, y Percy sintió que brotaba una chispa de amistad. Ese chico pensaba igual que él en muchos aspectos.
—¿A la de tres? —dijo Jason.
—¿Por qué esperar?
AMO ESTO