Guarecida, abrazada por el cojín y las almohadas contra el respaldo de su cama; custodiada por dos cabezas de venado a cada lado de la cabecera, sus dos ángeles guardianes con anteojos de sol de fantasía, el armazón color de rosa espolvoreado de lentejuelas brillantes; collares de semillas diferentes o de monedas de plata colgados de su grueso cuello entre el pelambre oscuro y, así protegida, así amparada, nítidamente vio su existencia entera pasar ante su abierta y atenta mirada y, con apenas una que otra acotación, con apenas uno que otro énfasis en el tono, me la narró a mí, a mí sencillamente porque fui yo quien tuvo la paradójica fortuna y la responsabilidad determinante de ser quien la acompañara en este trance, su amiga la reportera, según me llamaba, la más reciente y la menos íntima de su multitud de amistades. Volcó en mí su narración, con un volumen y una condición de voz bajos y apaciguados, cuando habían sido combativos y altos, ahora y antes invariablemente con una expresión oral clara y sensible, salida de su más reservada profundidad, la voz de toda una combatiente que, ahora, finalmente ha depuesto las armas, toda clase de armas. Fue una explosión de recuerdos, de protestas, que emergían como en staccato, como entrecortadas, con breves pausas, con algunas repeticiones, pero como sin otro deseo que el de hacer posible que yo lo registrara absolutamente todo, absolutamente íntegramente, con absoluta precisión, aunque me enredara con la profusión de nombres y de detalles de la cotidianeidad de una vida plena aunque siempre breve, interrumpida, complicada, nutrida de quehaceres, de episodios, de sueños y ensueños; aunque a ratos me perdiera y no entendiera bien a bien de dónde venía y hacia dónde apuntaba cuanto ella veía pasar y me reportaba, como en retirada, a veces con frases enteras o simples expresiones en otros idiomas, con frecuencia acotadas con un monosílabo, que expresaba una sonrisa tenuemente irónica aquí y allá, una muletilla que denotaba humor, a veces triste, una reiteración de desapego, de perdón, de falta de rencor. A ella no se le apelotonaba nada. Y aun cuando su ánimo estuviera cediendo, su aliento parecía no tener límite. Habló con la misma familiaridad y con el mismo afecto tanto de uno de los hombres que Forbes ha declarado ser el más rico del mundo, como de un pintor de brocha gorda, anónimo