Yo tenía tetas y no me daba reparo enseñarlas ni ver lo que provocaban: admiración, celos, fascinación, envidia, deseo, miedo, repulsión. Me preguntaban si eran naturales. Si no estaba desnuda, me desabotonaba la pechera, deslizaba los tirantes del sostén por los hombros y se las plantaba delante de las narices al curioso o la curiosa sin dejar de mirarlos a los ojos. Luego les daba un silencio de tres palabras: «Dímelo tú mismo» o «Compruébalo tú mismo».
Yo era la única Negra de las diez bailarinas del Vautrin. Denise tenía la tez más clara. Así que no la consideraban realmente africana. Por lo menos no todo el tiempo. Ella se sentía, según comentaba, como perdida entre dos colores, oscilando a un lado o a otro del despiadado revelador de la epidermis, esa línea que no tenía nada de imaginario y que distinguía, según los días y las apuestas, entre infierno y paraíso, belleza y basura, noche y día, mentira y verdad.