Llegó la Navidad de 1912, y con ella, la rendición de Linares, en que la estrella de mi padre declinó para siempre. Vino la calle de la Amargura, el confinamiento en Santiago Tlaltelolco, de donde mi padre salió para caer frente a la Puerta Mariana, Palacio Nacional, 9 de febrero de 1913, entre seis y siete de la mañana. Poco antes, aquel intachable liberal me había permitido aceptar el cargo de secretario en la Escuela de Altos Estudios, cargo para el cual me había nombrado Pino
Suárez por iniciativa del director Alfonso Pruneda y por diligencia de Luis Cabrera que manifestó singular empeño en el caso. “Sigue tu camino —me había dicho mi padre—. El mío se apresura ya a su término y no tengo derecho de atravesarme en tu carrera.”