Entonces nos quedamos un rato en silencio, fumando cigarrillos, rodeados de conchas de ostra y acabándonos el vino. De repente me sentí cansadísimo. Me fijé en la angosta calle, en aquella extraña y torcida esquina en la que estábamos, ahora restallante de luz y preñada de gente, gente a la que yo jamás entendería. Me invadió un dolor abrupto e intolerable por el anhelo de volver al hogar; no a ese hotel, en una de las callejuelas de París, en el que el recepcionista me impedía entrar por mi factura no abonada, sino al hogar, al hogar del otro lado del océano, a cosas y personas que conocía y entendía; a esas cosas, esos lugares, esas personas que siempre, quisiera o no, y con independencia de la amargura de mi talante, amaría sobre todas las cosas. Nunca había sido consciente de albergar semejante sentimiento, y me asustó. Me vi, nítidamente, como un errabundo, un aventurero, recorriendo tambaleante el mundo, sin ancla. Contemplé el rostro de Giovanni, pero eso no me ayudó.