Con el avance del siglo xxi parecería anacrónico acusar a Hollywood de ser una peligrosa máquina ideológica cuando la mayoría de los medios de comunicación, ya sea impresos o electrónicos, consagra día a día grandes espacios tanto para reseñar lo que se cocina en la industria cinematográfica estadounidense como lo que en su tiempo libre hacen actores y actrices, dando por sentado que el objetivo último de esas figuras y de las empresas productoras que los contratan es “entretener”. No se les mira como expertos manipuladores, cuando no sería arduo verlos así. Se realiza, incluso, un curioso maratón anual de reconocimientos cuya meta es la ceremonia de los Oscar, en donde se da el premio al mayor fingimiento.
El público juzga una película porque lo aterroriza o lo divierte, o porque lo hace sensible por instantes a un drama social, o por lo sofisticado de sus efectos especiales, eso que la prensa (el triste periodismo de espectáculos) le enseña a valorar. Difícilmente hay el esfuerzo por detenerse en lo que en otros tiempos se designaba como “mensajes ocultos”, que no lo son tanto puesto que son expresados de modo elocuente y se vuelven la razón última de una cinta.