Si nos lo miramos con un poco de distancia, nos invade la desilusión: las grandes innovaciones que podrían desplegar su potencial para bien de todos sirven solo como herramienta de afán económico. El valle del progreso se asemeja a un aparato de destilación impenetrable, donde con productos, plataformas y aplicaciones inteligentes las empresas buscan sacar beneficio de absolutamente todo. Las innovaciones que salen de ahí destruyen el viejo mundo de los taxistas, los hoteleros, los medios de comunicación o las agencias de viajes e intentan con penetrante crudeza inmiscuirse incluso en los ámbitos no económicos de nuestra esfera privada. Con su falta de escrúpulos cruzan líneas rojas. Si cuando me voy de vacaciones mis vecinos me riegan las plantas, se trata de un acto de buena disposición basado en la ayuda mutua entre vecinos. Pero ¿cuánto tiempo pasará hasta que una aplicación le ponga un precio a esta acción y a partir de la amabilidad del prójimo se cree otro modelo de negocio? Dentro de poco mis amigos van a pagar cuando pasen la noche en mi casa, pues en el desarrollado mundo de Airbnb la hospitalidad pronto se va a clasificar como un extra.