Los juegos del hambre

Porque… —empieza a balbucear Peeta, ruborizándose—. Porque… ella está aquí conmigo.

Tienes tanto encanto como una babosa muerta. —Ay, eso duele.

—No es fuego de verdad, por supuesto, sólo un fuego sintético que Portia y yo hemos inventado. Estarás completamente a salvo —me asegura, pero no me acaba de convencer; es posible que acabe convertida en barbacoa humana cuando lleguemos al centro de la ciudad.

la parte más peligrosa de los Juegos del Hambre está a punto de empezar.

, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido, igual que tu madre.

te puso de pie sobre un taburete y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se callaron.

Peeta me coge de los hombros por detrás y me asusta.

—No —me dice—. No vas a arriesgar la vida por mí.

—No podrías recorrer ni cien metros con esa pierna.

—Entonces, me arrastraré. Si tú vas, yo voy.

Capitolio brilla como un enorme campo lleno de luciérnagas. La electricidad del Distrito 12 viene y va; lo habitual es que sólo tengamos unas cuantas horas al día. Es normal que por las noches nos iluminemos con velas, y sólo puedes contar con ella cuando televisan los juegos o algún mensaje importante del Gobierno, que hemos de ver por obligación. Sin embargo, aquí no tienen escasez nunca.

—¡Me presento voluntaria! —grito, con voz ahogada—. ¡Me presento voluntaria como tributo!