—¡Poppy! —La voz fue una sorpresa, el fogonazo de un relámpago, y mis ojos se abrieron.
La neblina se había condensado delante de mí, una masa aplastante y giratoria. Unas motas de oro parpadeaban como si se encendieran y apagaran dentro de ella.
—No vayas más allá —susurró la voz, una voz tan pura que era casi insoportable de oír—. Lo que buscas no lo vas a encontrar aquí.
—Para. —La neblina se solidificó, cobró forma y se volvió más dorada. Era alta. Ella era alta. Abundantes ondas de pelo entrelazadas, del color del fuego. Una cara borrosa. Pero unos ojos del color de la plata fundida ardían a través de la neblina. A través de mí—. Ve a casa. Toma lo que es tuyo y encontrarás ahí lo que buscas. La verdad. Ve a casa.
—¿Quién eres? —susurré—. ¿Quién…?
Un brazo me agarró por la cintura sin previo aviso y tiró de mí hacia atrás contra un pecho duro y caliente. Noté un olor a pino y especias oscuras cuando me quitaron los pies de debajo del cuerpo y los dos caímos al suelo cual fardos.
—Poppy. Dios. Poppy. —Casteel me dio la vuelta en su regazo, palpó mi cara con una mano. Estaba jadeando, su pecho subía y bajaba a toda velocidad mientras zarcillos de neblina se deslizaban por su rostro demasiado pálido—. Por todos los dioses, Poppy, ¿qué diablos estabas haciendo?
—Yo… —Miré a mi alrededor, pero no vi nada más que la espesa neblina y a Kieran de pie por encima de nosotros, la vista clavada detrás de mí y la respiración igual de trabajosa que la de Casteel. Me invadió la confusión.
—¿Qué diablos estabas haciendo? —exigió saber Casteel otra vez. Me dio una ligera sacudida. Su respiración estaba acelerada y formaba nubecillas rápidas entre la bruma—. Podías haberte… te hubieses roto, Poppy. Roto y destrozado de un modo que nunca hubiese podido reparar.
No entendía de qué hablaba, pero tenía un aspecto… un aspecto que no le había visto jamás. Aterrorizado. Los ojos muy abiertos y luminosos, incluso entre la neblina, los planos y ángulos de su cara muy marcados.
Me agarró las mejillas con sus manos enguantadas.
—Te dije que no te alejaras.
—Yo… no lo hice —le dije—. Estaba durmiendo… estaba soñando. Oí… oí a mi padre llamar mi nombre…
—Condenada neblina —gruñó Kieran, agitando una mano furioso entre el espeso blanco.