uería que me sirvieran de espejo, que en cada esquina me duplicaran, que yo mismo me descubriese argentino por la simple aptitud para camuflarme, y que pudiera así pasearme entre iguales. Nunca pensé cómo sería, para mi hermano, caminar por las calles de Buenos Aires. Qué incierta aflicción le recorrerá la columna a cada rasgo reconocible, a cada gesto habitual, a cada mirada más firme, a cada figura que pueda resultarle familiar. Qué inmenso recelo —o qué cruel expectativa— de cruzarse un día con un rostro que se le revele espejo, que ante él de hecho aparezca un igual, y que ese igual se multiplique en muchos más.