Con una pecadora uno siempre puede llegar a un arreglo. Ella te deja seguir sumido en tu tibieza (o en tu ardor), siempre y cuando tú la dejes seguir sumida en la suya. Yo admito que te veas con Joe y tú admites que yo me vea con Jane. Tú te puedes comprar esa miserable baratija mientras yo pueda navegar por esta web inútil. Como se dijo poco antes de la expulsión del paraíso, «yo le doy un mordisco a la otra mitad de la manzana, y ya está». Dos compinches uña y carne. Una santa, sin embargo, es imperdonable. ¿Quién sería capaz de soportarla? Con ella los errores nunca son compartidos. El pecador que hay en mí se siente constantemente presionado: Se llama a sí misma hija de Dios. Es un reproche de nuestros pensamientos, sólo el verla nos resulta una carga (Sb 2, 13-14).