El magún

mi madre le alegraba contar historias, porque amaba el placer de narrar. Comenzaba a contar algo en la mesa dirigiéndose a uno de nosotros, y tanto si contaba algo de la familia de mi padre como de la suya, ponía mucha pasión y siempre era como si relatase aquella historia por vez primera a oyentes que no la conocían.

Pero los abuelos, ma, siempre se nos van muy pronto.

En el miedo que le daba ir a tender en la noche porque se le aparecían cosas desde el fondo.

Me agarró un magún, me decís en esa lengua atravesada por el piamontés, y la boca se te tensa para evitar la mueca chueca que habla por vos cuando no querés hablar. Los recuerdos se te vuelven ácidos, pulposos, como las mandarinas criollas del patio de atrás de la casa de tus viejos. Llenas de semillas. Nunca perdieron del todo su verdor, y nunca pudimos dejar de comerlas.

. Es en la palabra donde los hacemos vivir.

volver a ese pueblo de muertos te endurece.

Las hijas crecemos bajo los relatos de nuestras madres,

Magún, le dice a ese sentimiento. Qué será que intenta conseguir es un misterio, al repetir con hermosura el susurro sencillo que tenemos todos para fabricar la memoria: contar historias.

No sabés por qué, pero le creíste; es eso lo que no te perdonás, aunque digas que es a él al que no.

La última vez que lo viste en tu vida, como la primera, te cabeceó. La anterior había sido para encararte, la última para evitar que te acercaras. Las dos veces te punzó su hermosura. La primera también sentiste de todo, pero además: entusiasmo. Sí, tenías diecisiete años y las ilusiones menos rotas.