Prometo amarte y cuidarte, honrarte y sostenerte, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en lo malo que pueda oscurecer nuestros días y en lo bueno que pueda iluminar nuestro camino. Tirsá, bien amada, prometo serte fiel en todo hasta la muerte. E incluso más allá, si es la voluntad de Dios.
Ángela se quedó mirándolo, conmovida hasta la médula.
—¿Y qué puedo prometerte yo?
Los ojos de Miguel se iluminaron de un cálido humor.
—¿Obedecer? —dijo, acercando su boca a la de ella. Cuando la besó, Ángela se perdió en una jungla de sensaciones nuevas. Nunca lo había sentido así, cálido y maravilloso, excitante y bueno. Ninguna de las viejas reglas tenía aplicación. Se olvidó de todo lo que había aprendido con sus antiguos amos. Se sentía como la tierra seca que se empapa con la lluvia de primavera, un pimpollo que se abre al sol. Miguel lo comprendió y la persuadió suavemente con una corriente de palabras tiernas como el bálsamo dulce de Galaad, sanándole las heridas.
Y voló, junto a Miguel, a los cielos.