Los primeros poemas que leí de Mónica Quintero, hace muchísimos años, hablaban de un “él” amado y perdido para siempre. Un tiempo después apareció su nombre: Eduardo, su padre asesinado cuando ella no había cumplido aún su segundo año de vida. Esta pérdida es el hilo conductor de gran parte del presente libro, y la constatación de las soledades que vinieron después.
Otros poemas exploran el lugar de la poeta en el mundo, en la intimidad de su cuarto, en su cama, con su gato, en la convivencia con el Otro, en el trabajo, mientras estudia y va a clases de baile, cuando amasa pan y hornea tortas. Es como si hiciera un inventario de los sentimientos y objetos que constituyen su cotidianidad.
La atmósfera que identifica el libro es una constante de soledad y desasosiego. Hay poemas sobre el vacío que deja el amado cuando se va; otros en los que nombra el encierro, el desespero, la soledad, la enfermedad como riesgo inminente que aguarda afuera de la casa en tiempos de pandemia. Aquí la muerte toma una forma menos metafórica, más real, más externa.
Aparecen, también, textos sobre la ciudad como espacio amado y temido, sobre el español como la lengua en la que se hace poesía; otros que describen la realidad como un conjunto de objetos que nos dan la certidumbre que necesitamos para caminar por la vida. Son las múltiples voces de la poeta que ha construido un mundo propio.
Lucía Donadío