Hola amigo lector. Me complace y me llena de gozo que te encuentres leyendo estas palabras. Eso quiere decir que la fortuna nos ha reunido a través de caminos misteriosos. Nos ha puesto cara a cara para soñar juntos, para construir mediante la lectura un universo maravilloso, una verdad ancestral y primitiva que no morirá cuando hayas terminado el libro. Por el contrario, ese universo que ahora son solo letras y palabras salpicadas en hojas de papel, se irá haciendo imagen en tu cabeza en la medida que vayas leyendo. Luego, sin que te des cuenta, una lucecita comenzará a encenderse en tu corazón. Esa lucecita crecerá, se hará fuego, y cuando menos te lo esperes, se convertirá en una tormenta arrasadora que ya no se apagará. El calor que genere te hará compañía en los momentos de soledad, será una antorcha para iluminar el camino, la flama que mantenga a las fieras a distancia, y será punto de encuentro con otros, que al igual que tú, estén buscando la luz. Ese es el fuego del amor. El amor a la naturaleza, a la magia y a la vida.
En estas líneas te encontrarás con tres historias. Todas diferentes, pero hermanadas de muchas maneras. Primero, porque fueron construidas a partir de los saberes ancestrales de las comunidades originarias de América. Historias que han sido hiladas entretejiendo diversos relatos escuchados por éste, su servidor, en muchísimos viajes a zonas selváticas de Colombia, o al sentarme a escuchar testimonios y saberes de habitantes de regiones apartadas del país, que por un motivo u otro han terminado habitando en las ciudades, donde he tenido la fortuna de topármelos y compartir con ellos. Otros detalles han sido tomados de lecturas de libros de temática indígena, especialmente de aquellos que se centran en la recopilación de testimonios directos de los miembros de las comunidades, o que registran saberes ancestrales milenarios.
El segundo elemento que las conecta, es que todas hablan de un mismo asunto: el misterio y la magia que dio origen a la selva más grande de la tierra, que Francisco de Orellana, al toparse con un grupo de mujeres guerreras que lo acosaron por semanas, llamó Selva de las Amazonas, pero que nuestros ancestros llamaban Tungurahua.