Las pastillas han formado parte de mi vida desde que a los catorce años me diagnosticaron enfermedad renal crónica. Con más de cuarenta, y tras dos trasplantes de riñón, tomaba inmunosupresores para no rechazar el último riñón que me había donado mi marido Kevin, ansiolíticos para calmar la ansiedad y opiáceos para aliviar los dolores de cabeza. Para todo mal hay una pastilla y para cada pastilla hay un médico dispuesto a recetarla.
Vivía y respiraba dentro de un frasco de pastillas. También estaba casada con las pastillas. Mi marido cumplía una función distinta: era padre, protector y carcelero. Con Kevin a mi lado, la sobriedad parecía factible. No me daba cuenta de que para poder encontrar mi camino a casa, tenía que soltar
su mano. No para ir sola, sino para ir sin él.